domingo, 28 de octubre de 2012

Burbuja de Almohadones Blancos


Las motitas de algodón que se desprenden de las paredes blancas y acolchadas de su cuarto siempre han emocionado a Tito. Más aun cuando las puede ver flotar con claridad por el aire, resaltadas por el haz de luz que se proyecta desde el ventanal en el techo de su habitación. A veces le gusta acercarse a ellas y aspirarlas con todas sus fuerzas, apropiándolas en su ser. También a veces, aspira con tanto fervor que las motitas llenan por completo sus pulmones y los empañan, haciéndolo toser terriblemente y arrojándolo al suelo. Esto no es tanto de su agrado.

Los dos guardias que siempre lo están vigilando se mantienen burlándose de él, en especial cuando lo ven tirado en el suelo, tosiendo desesperadamente sin poder auxiliarse con sus manos, por el inconveniente de andar siempre amarrado por una apretada camisa de fuerza.

Sí. Tito es, a la vista de los hombres ilustrados, un loco de remate.

Pero si yo estoy bien así, piensa Tito de vez en cuando, recostado sobre los acolchados cojines que forran el interior de su celda. Desde allí se queda mirando la pequeña ventanita que se encuentra en la parte superior de la puerta del cuarto. Ese cuadrado irrompible es su única conexión con lo que hay en el exterior. En los efímeros instantes en que se logra asomar, apenas si puede ver un pasillo gris y solitario, y una puerta igual a la suya que sin duda lleva a la habitación de algún otro desdichado. Sin embargo, siempre es interrumpido por el golpe en la ventanita de uno de los guardias, que lo sorprende y lo lanza arrastrándose de nuevo al suelo. ¡Jajajajaja…, mírelo! ¡Mírelo cómo se arrastra!, se burla el primero. El otro (lo puede reconocer por su voz socarrona), responde siempre de la misma manera: ¡Sí, jajajaja…, sí, sí!. Tito nunca los ha podido ver con detenimiento, pero está seguro de que el primero es el activo de la relación.

El punto es que Tito, a pesar de las burlas de los guardias y los percances con las motitas de algodón, está casi siempre a gusto con su actual situación. Le gusta andar girando por el suelo, de pared a pared. Le gusta el olor a polvo que su piel ha acumulado con el tiempo. El orden de los almohadones puestos simétricamente por las paredes lo reconfortan. De hecho, le parece que su camisa de fuerza es muy acogedora. Le evoca el abrazo de su tierna madre. ¿O era el de su hermano menor? Ya no lo recuerda bien. Hace tanto que está allí que ha enumerado los almohadones y a veces hasta habla con ellos. Sin embargo siempre ha estado complacido con su condición. Complacido, hasta el día en que encuentra la Grieta en una de las paredes de su celda.

¿Grieta? Sí, una pequeña grieta oscura entre los almohadones 44 y 45, justo a la altura de sus ojos. Tito la observa y no lo puede creer. Escanea de nuevo todas la paredes del lugar, como para probar que esa pequeña anomalía no es una simple alucinación. No lo es. Tito se queda observándola durante varios minutos, sin mover un pelo de su cuerpo. Es una pequeña fisura que mide un par de centímetros nada más, y que en su interior alberga el más profundo de los abismos. El primer guardia se fija en lo que sucede y se burla de nuevo, golpeando varias veces la ventanilla de la puerta: ¡Jajajaja, mírelo! ¡Mírelo nada más! ¡Cómo se concentra! ¡Por fin le va a ir bien en el colegio! ¡Jajajaja!. ¡Sí, jajajaja…, sí, sí!, responde el otro afablemente. Sin embargo, Tito no se distrae y mantiene su atención en la Grieta.

Poco a poco se acerca a ella. Con precaución cruza la celda dando pasos lentos y alargados, hasta que su cara queda frente a la fisura de la pared. Olfatea un poco a su alrededor. La Grieta despide un hedor curioso, como nunca antes ha olido. Entre frescura y podredumbre, como una mezcla de dolor y aguacates. ¿Cómo habrá sucedido esto?, se pregunta nuestro loquillo. Tanto tiempo que llevo aquí metido y nunca he visto nada así. Esta situación es digna de una alucinación, sin duda. Tito trata de interactuar con la Grieta, frotando su hombro contra ella, observando cuál podría ser el resultado de tal manipulación. Los bordes de la Grieta se mueven un poco. Tito enfrenta la situación con ahínco, y resuelto a explorar más, empieza a mordisquear los bordes de los almohadones rasgados por la abertura.

¡Jajajajaja, mírelo, es que solo mírelo! ¿Qué cree que está haciendo? ¡Se va a tirar la casita, jajajaja!, ** dice el primero. ¡Sí, jajajaja…, sí, sí!, repite el otro maquinalmente. Ambos guardias continúan dándole golpes a la ventanita, intentando llamar la atención de Tito. Pero Tito no se detiene. Con los pliegues del almohadón 45 entre sus dientes, comienza a jalar hacia atrás, tratando de quitarlo por completo y darse más espacio para revisar la Grieta. Finalmente lo logra, llevándose consigo gran parte de la pared: la abertura ha crecido notablemente, y su curiosidad también. Tito se disculpa con el almohadón 45 y encara a la Grieta de nuevo. Un viento helado y delicioso empieza a entrar por el huequito, colmando el cuarto con todo tipo de olores misteriosos y a la vez cautivantes. Tanto desconocimiento genera un pequeño ardor que crece paulatinamente en las tripas de Tito, una sensación que nunca antes ha sentido. Le asusta. Pero le agrada. Y mucho. Decidido, se lanza al suelo y con sus piernas hace palanca para lograr abrir la Grieta un poco más. Sólo un poco mas…

¡Jajajajaja, nooo…, pero es que mírelo, ¡Sólo mírelo! ¡Ahora sí fue que se enloqueció! ¡Se nos dañó la familia! ¡Jajajajaja!. Tito se detiene un momento al escuchar esta última broma; hay algo raro en la voz del primer guardia… ¡Sí… sí, sí!, titubea el otro. Tito no lo piensa dos veces y sigue en su tarea. Ha avanzado bastante; la Grieta se ha ensanchado ya como medio metro. La pared está cediendo más fácil de lo que esperaba. ¿Podrá ser…?

Tito se levanta aparatosamente y se acerca de nuevo a la Grieta. Mide su cuerpo con la abertura; se da cuenta de que por lo menos su cabeza ya empieza a entrar por allí. Comienza a colar su torso por entre la fractura que ha creado. Se sacude, tratando de abrir aún más el espacio entre ambas paredes. Tito asoma su cabeza hacia el otro lado de la Grieta: puede escuchar sonidos lejanos, ecos fascinantes y desconocidos olores, pero aun no puede ver nada, sólo una inmensa y seductora oscuridad.

Nuestro loco continúa su proeza, sacudiéndose cada vez más fuerte. La pared se resquebraja y cede con un movimiento telúrico que ensancha la Grieta lo suficiente como para que su delgado cuerpo entre por completo en ella. Tito dirige su atención hacia la puerta de la celda. Pero ya los guardias no ríen. Tito sólo escucha el movimiento frenético del llavero intentando doblegar la cerradura. El loquillo observa el abismo que le espera, y luego gira su cabeza una última vez hacia su celda. Pero si era tan cómodo aquí, piensa Tito un poco desconsolado.

No importa. Ya no hay marcha atrás.

Y antes de que los guardias puedan atrapar al loco y destruir todos sus sueños de nuevo, Tito se deja caer al vacío desconocido, contagiándose finalmente de esa extraña enfermedad llamada Libertad.


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Publicado originalmente en "Burbuja de Almohadones Blancos", Ediciones Chiquitico - Primera Edición 2013.

sábado, 20 de octubre de 2012

Aprieta Los Dientes


Prístinos y hermosos. ¡Cuánto quisiera raspar un poco de sus blanquecinas paredes, sólo un poco de marfil celestial! Lamerlos, apreciar la hamburguesa que comiste hace unas horas. Pasar la punta de mi nariz por tus colmillos. Herirme dentro de tus fauces y manchar la pureza hipócrita de tu cara. 

Dejas de sonreír y tu saludo se vuelve rutina de nuevo. Diriges los ojos a la pantalla numeraria y no cabe otra acción que caminar hacia el ascensor. Entro apesadumbrado, ¿qué más se puede hacer? Uno dos tres cuatro. Se abre la puerta y de nuevo al averno de cubículos. A la salida nunca te encuentro. Seguro sales temprano y yo muy tarde. Debes descansar. Llegar y tomar una buena cena, tal vez una rica ensalada. Acostarte en tu sofá y ver una película. No, mejor aún, leer un libro gustoso. Cuando termines, por supuesto, una valiosa cepillada de dientes. Pásales el hilo, por favor. La puerta de la recepción y el asfalto nocturno me abrazan. A casa. 

Mañana. Tu dentadura grabada en mi cabeza. Frente al espejo mis dientes no son tan bonitos. No, no, definitivamente no lo son. Que desilusión tan terrible. Bus. Veo los dientes de vidrio de los edificios. Mi estómago se empieza a revolver mientras me acerco a la oficina. Las puertas se abren y te atisbo como a un faro en un mar siniestro. Refulges con la alegría verdadera de aquel que ve por primera vez. Mientras todos los inútiles útiles pasan corriendo a mi lado, yo me tomo el tiempo apropiado para acercarme a ti. Te aprecio tanto. ¿Quién hoy día puede despertar en las mañanas y sonreír de manera tan amorosa como tú? Dan ganas de abrir tu boca de par en par, acariciar con mis yemas tus sensibles encías, rozar los límites de tus muelas…. Tal vez tomar una con fuerza, guardarla en el bolsillo de mi camisa. Me traería infinidad de buena suerte. Me sonríes y mi corazón, todos los signos vitales de mi cuerpo, se detienen al unísono. Sólo suena el leve castañear de mis dientes. Agradecido. Extasiado. 

Buenos días. 

Sonrío de vuelta, y automáticamente tus ojos regresan a la pantalla líquida. Me giro y no queda nadie en la estancia. Durante unos segundos me pauso frente a ti. Pero no levantas más la mirada. De nuevo al ascensor. Uno dos tres cuatro. Te quedas conmigo el resto del día. 

Se me acercó una compañera de trabajo. Me preguntó si quería salir a tomarme unas cervezas con un grupo de ellos. La chica sonreía bastante. Sus dientes incisivos tenían un ligero atrofiamiento, y sus colmillos salían de su boca como si trataran de escapar de tal desorden. El color parecía un carameloso amarillo. Durante el tiempo que me dedicó, mantuve la mirada fija en su hocico; considerando su fealdad, su desaprovechamiento. Tenía una mandíbula recia y pronunciada, y un buen set de marfiles le hubieran hecho bien. Pero no. No los cuidó en su juventud y ya no había nada que hacer ahora. La mujer detuvo su discurso y la observé durante largos minutos en silencio. No me di cuenta cuando partió. Qué pérdida de tiempo. Nada como tus dientes, amada. 

Baja el ascensor e igual me entra el nerviosismo. Tal vez hoy estés para esperarme en la oscuridad, para que te acompañe hasta tu casa por la calle terrible. Para que te arrope con sábanas blancas, te bese la mejilla, abras tu boca lasciva, y me permitas sacar un par de granos de oro blanco de ella…. Hoy no estás. Otra noche será. 

Es viernes por la mañana y no la volveré a ver hasta la próxima semana. La mejor parte del día. El remolino de empleados trastorna mi visión al llegar a la recepción, combato contra ellos y me abro paso hasta el escritorio principal. Me miras. ¿Sucede algo malo? ¿Por qué tu sonrisa hoy es esquiva? Abre tus labios. ¡ÁBRELOS BIEN! ¡Abre ancho! ¡Como un río! ¡Como una cueva profunda! ¡ABRE TU MALDITA BOCA! No puede leer mi mente, pero seguro escucha el rechinar de mis colmillos. Me mira con una sonrisa de labios cerrados y de nuevo pasa la mirada a su insignificante trabajo. Me quedo de último, esperando una disculpa si quiera. Nada por parte de esa zorra. Abandono la recepción solitaria y me cruzo con un gordo desagradable en la puerta del ascensor. Ambos subimos. Uno dos…. Un ruido horrible seguido de un sacudón tremendo hacen detener la máquina. La luz se va por un par de segundos. Vuelve y los dos nos miramos. Al parecer estaremos encerrados un buen tiempo. 

Pero escuchen esto: el gordo me sonríe nerviosamente, y oh destino, tiene unos dientes preciosos. 

Aprieto los dientes, a punto de reventar. 

De un solo movimiento tomo la boca del idiota y aprieto su rostro hasta que abre las fauces. Quién lo creyera, este gordo miserable tiene la dentadura más perfecta que haya visto en la vida. 

**** 

Les tomó hora y media acceder al ascensor, mientras los siempre tardíos servicios de emergencia se alistaban y traían sus herramientas especiales. Los bomberos lograron abrir la puerta, pero el ascensor aún estaba entre pisos, por lo cual debieron bajar con arneses y cuerdas. Lo que encontraron allí fue una escena macabra. Había dos hombres. Uno de ellos, el más grueso, estaba botado de cara al suelo. Un charco de líquido rojo empapaba el compartimiento. El otro estaba sentado en una de las esquinas del aparato. Tenía cara de éxtasis y una gran sonrisa. Derramaba chorros de sangre por su boca. 

Tenía dientes de sobra. 

Llegó La Hora


Por fin llegó la hora de abrir esta tontería.

Hace mucho tiempo que tengo la intención de abrir un blog con mis escritos; de esos proyectos míos inacabados o por comenzar que duran eternidades en completarse. Al comienzo surgió como la idea de presentar poemas (en los cuales soy terrible) y cuentos (en los cuales soy menos terrible), pero ahora al parecer y muy a mi pesar, voy a escribir sobre otras cosas también (lo que llaman “blog de opinión” y esas guevonadas), por aquello de la pluriculturalidad que están tan en boga por esta época.

Y es que abrir un blog da miedo, me parece.

Es un compromiso importante para con la sociedad. La labor pasional de un “artista” con mucho tiempo libre entre manos.

No sé cómo voy a lograr superar la elevada tensión y la gran responsabilidad de mantener un cronograma para aplacar a cientos de miles de seguidores.

Pero me decidí, por esa intención irrefrenable de auto boicotearse un poco, de botar algunas ideas y escritos a la red.

Ese mar de mentiras que es la red.

¿Cómo sobresalir entre montañas y montañas de Blogs del mundo?

¡Ya no importa!

¡A escribir!