jueves, 31 de diciembre de 2015

Cuando Llegan Los Ángeles


Qué marea de gente, me decían. No podía entender cómo diablos el apartamento se había llenado tan rápido. Eran apenas las nueve y las personitas tomaron la decisión de embriagarse con velocidad. 

Una gran sala era el lugar de encuentro. Estaba prácticamente vacía, a excepción de una biblioteca de madera empotrada en la pared. Aún contenía libros variados, que eran asaltados por los ávidos y borrachines invitados. Pude ver a uno de los camaradas guardarse atrevidamente un manuscrito en su abrigo. Las chicas se mudaban al día siguiente y por supuesto, habían dejado lo más valioso para empacar de último. La luz se apagó de repente, a lo que varias voces chillonas estallaron con el ritmo de un escandaloso vallenato. El inmenso ventanal que recorría toda la sala ahora parecía un oscuro cuadro que dibujaba la silueta de las montañas.

Buscaba entre el tumulto a mis pocos amigos. Ojalá la pasaran bien. Caminaba entre la alfombra lanuda del apartamento. Ya se observaban las primeras manchas marrones que contrastaban con la blancura del tapete. Vaya manera de mandar a la mierda a los dueños del lugar. La puerta del apartamento se abría frecuentemente, dejando entrar ríos de gente conocida y por conocer.

Recorría con la mirada el bullicio de personajes, viendo sus ojos húmedos y felices. Me topé finalmente con Luis, un amigo que conocía a poca gente allí. Sus ojeras demostraban penurias secretas. Miraba las montañas sin reaccionar. Me acerqué a él para despertarlo de su hipnosis. Lo abracé por los hombros y le sonreí. Luis no quitó su mirada del paisaje. Trataba de hacerlo entrar en calor, pero mi amigo estaba reticente.
– Venga, camine y le presento a una amiga de Sandra.
– Tranquilo.
– Luisito, vamos. Charlar le hará bien.
– Fresco. Aquí estoy bien.
– Por lo menos chárleme a mí – me senté a su lado y guardé silencio para escucharlo.
– Mi estimado amigo, las palabras se deben usar con respeto. Si sabe como soy pa’ que me invita – respondió dibujando una exigua sonrisa en su cara.
– Usted sabe que le hace bien salir a la calle, socializar con la gente.
– Yo no socializo con máscaras.
– Y entonces. ¿Cómo así?
– Usted sabe. La gente, que sale, se pone máscaras para relacionarse y caer bien. Que usan una máscara distinta para cada interlocutor. Como en el teatro. Lo que pasa es que ahora la gente no lo admite, o no le importa. Y ya. Simplemente no me gusta ese jueguito deshonesto.
– Compadre, a veces toca – suspiré sin muchas ganas. Le di un golpe en el hombro y continué mis rondas.
– Aquí me quedo, esperando a los ángeles.
Nuestras miradas se cruzaron y sonreímos. Me retiré y entablé conversación con otro grupillo. Sin embargo no dejaba de pensar en lo que Luis había dicho. Mantuve la mirada sobre él y la ventana entre abierta que tenía al frente. Una helada brisilla entraba por ella. Me preguntaba si tendría que correr a rescatarlo antes de que se lanzara hacia el abismo en un intento suicida. Me acerqué a mi novia y le dí un abrazo inmenso. Ella me miró sorprendida y me abrazó de la cintura, atrayéndome hacia su boca. Me hizo olvidar momentáneamente de todos los problemas del mundo.

Sin embargo, pasaron las horas y la idea de Luis permeaba mis pensamientos. Permanecí en silencio un rato, permitiendo que las conversaciones ajenas me abrumaran. La medianoche había transcurrido en desmadre. Al parecer los bombillos se fundieron. Un extraño y embrutecedor dubstep causaba movimientos espasmódicos en los acólitos de su ritmo. La gente no paraba de llegar. Los observé y cada uno de ellos era igual al anterior. Un desfile de maniquíes con caras borrosas, en todas ellas se podía comprender una sonrisa estática, igual de postiza a la que portaba el rostro anterior. La fiesta a veces es necesaria, pensaba para mis adentros, resignado. ¿Por qué uno no puede realmente reflejar lo que siente? Sin duda Luis tenía algo de razón en lo que decía.

Una mujer que recordaba haber visto en algunos eventos se acercó y me dio un gran abrazo.
– ¡Holaaa!
Le sonreí, pero no sabía ni siquiera su nombre. Ella mantenía una inmensa sonrisa, expectante. Sus rizos caían sobre sus ojos cristalinos. No me quedó mas opción que abrazarla. Su cabello olía a chorizo y lavanda. Separé mis brazos de ella, pero su abrazo no quería soltarme. Parecía quedarse dormida. Tuve que hacerla caer en razón. Se fue apenada hacia su grupo de amigos. Un hilo de babas quedó estampado en mi hombro. Traté de ir por una toalla a la cocina pero fui interceptado por un barbudo y fastidioso hipster. Me tomó entre sus brazos y me alzó, levantando mis pies varios centímetros del suelo. Traté de zafarme; sentí en mi estómago al licor consumido pensando en devolverse. Mi forcejeo le pudo al tipejo, logré tumbar sus gafas de pasta rosada. El tipo intentó recogerlas, pero su borrachera lo lanzó de espaldas contra un grupo de chicas sentadas en el suelo. Sus tragos se regaron para terminar de ensuciar la alfombra ahora marrón. De repente, un gran barullo de máscaras se arremolinó con los afectados. Gritos y manotazos se cruzaban. No me podía importar en lo más mínimo. Entré a la cocina por mi trapo.

Cuando salí, la luz de la sala me encegueció. El licor se me subió a la cabeza y anulaba todos mis pensamiento coherentes. Apenas divisaba varias figuras que molestas, salían a regañadientes del apartamento. La fiesta se había acabado abruptamente. Noté que varios de los festejantes me miraban con odio. No importa, pensé. Nunca importa. Ayudé a recoger lo que más pude, hasta que el mareo logró tirarme en el sofá. Nadie quedaba, más que las dueñas de casa y Luis, que permanecía en el mismo lugar en que lo había dejado. Me levanté para hablar con él, pero Sandra me tomó por el brazo y me condujo a su habitación. Luis giró su cara y me hizo una seña de que todo estaba bien. La oscuridad me envolvió y no supe más. 

Desperté con una resaca de los mil demonios. La habitación aún daba ligeros visos de que sus paredes se habían movido toda la noche. Levantándome enredado entre las cobijas, casi tumbo el balde que mi novia ubicó al lado de la cama. Caminé trastabillando hasta el baño. Antes de posarme en la taza, recordé que el pobre Luis quedó abandonado a su suerte en la sala. Me incorporé dando bandazos por el pequeño pasillo, hasta llegar a la sala ampliamente iluminada por el ventanal que cubría su costado. El lugar estaba hecho un chiquero, pero la atmósfera se hallaba extrañamente fresca. Me fijé entonces en la ventana abierta de par en par. El sol reflejaba unos rayos extraños sobre el monte nublado, creando figuras diversas y cambiantes. Algunas de ellas parecían ángeles explayando sus macabras alas. No veía rastro de Luis por ninguna parte. Me acerqué a la ventana, temblando. Un viento helado entró con olor a flores, gasolina y mañanas de nunca más.

Finalmente se había quitado la última máscara que le quedaba encima.

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Reto de escribir dos cuentos basados en la misma fiesta. Puede leer la versión de J.S aquí:

viernes, 9 de agosto de 2013

Vernos - Sesiones de Ciclovía


He aquí el primero de una serie de videos de la banda Milmarias (parceros queridos) llamados Sesiones de Ciclovía. Este realizado por su servidor. Disfrutar y compartir.



miércoles, 29 de mayo de 2013

Tributo al Apocalipsis


Las sombras que se producen por la vela bailan al agridulce ritmo vallenatero del vecino corroncho. Las paredes delgadas siempre han sido un problema. Maldito edificio de quinta. Nunca debí mudarme aquí. 

Ya todo está listo. El símbolo, aunque tomó tiempo, está firmemente dibujado. Las ventanas sólidamente tapadas con tablones que he encontrado por la calles. Lo único que ilumina mi insignificante sala es aquella tenue luz de vela rebelde, que decide irse por el camino fácil de aquella música espantosa. Todo está listo. Esto se acaba ahora. 

Tantos siglos de penuria, tanto abuso, odio, terror. Todo se acaba ahora. No más vallenato ni reggaeton, no más jefes injustos. No más insultos en la calle. No más casera azarando por las cuotas en mora. Basta de ser el último en la fila. No más abusos y no más dolor para nadie. Nunca más. 

El libro está demasiado viejo ya. Debo tratarlo con delicadeza, advirtieron los del anticuario. Mucho lo había buscado. Incontables horas perdido en los mares de la virtualidad. Paseando por las bibliotecas en busca de crípticas pistas y oscuras referencias. Siempre con la sensación de que alguien me seguía. Sé ahora que alguna fuerza sobrehumana humana vigila la búsqueda de este libro. O tal vez me empuja hacia él. Finalmente lo encontré. Hace un par de semanas que lo ordené como carga frágil de un coleccionista privado en Ankara. Afortunadamente no he sido muy dado a gastos y lujos extravagantes, a excepción de éste. La búsqueda dio frutos y mandé a traer otras páginas e instrucciones que andaban repartidas por todo el mundo. Al fin y al cabo ¿Cómo podría ser fácil invocar al Apocalipsis? 

Ayer llegó la última parte del manuscrito innombrable desde una recóndita guarida de Buenos Aires. Todo está dado ya. No hay marcha atrás. Se acaban las guerras, las injusticias. Estoy dispuesto a acabar como un héroe anónimo de esta sangrienta y odiosa cruzada. Ayer un niño pequeño, mientras era regañado por su madre (y a causa de este mismo regaño), vomitaba sobre de todos los pasajeros de un bus de transporte público. Yo estaba en primera fila. No más humillación. Para nadie. Nunca más. 

He ordenado todos los papeles según está escrito. Su posicionamiento es una espiral. Empiezo entonces con la aguda faena de leer los encantamientos sacrílegos en el orden respectivo. Mis manos tiemblan y sudan precipitadamente. Procuro que mi sudor no caiga en los antañosos papeles marrones. Siento que algo respira bajo la puerta de entrada a mi apartamento. Me está acosando. Me previene. O tal vez trata de detenerme. Me apresuro para salvar al mundo destruyéndolo. Asegurar el fin de esta cáustica humanidad. El acordeón retumba disonante por el edificio. 

Hablo en lenguas incoherentes y antiguas a una velocidad inusitada. Algo intenta abrir la puerta. Avanzo frenéticamente en mi tarea. La luz de las velas empieza a bailar una danza macabra y tremenda. Las letras antiguas se borran frente a mí, y otras tantas empiezan a aparecer en un lenguaje desconocido, pintándose en una brillante tinta roja. Percibo cómo las paredes crujen a mí alrededor. Faltan apenas párrafos para que todo acabe. La estridencia del vallenato no se detiene, y al parecer, colabora con la cacofonía ya presente. El edificio se mueve de forma bestial. La fuerza oscura que espera en el pasillo araña con ímpetu la madera de la entrada. 

Acabo el encantamiento. La luz se apaga para siempre en un infinito silencioso. 

Me despierto de nuevo con el golpeteo en la puerta. Me sobresalto. Todo está igual que antes. Lo único que ha cambiado son los papeles viejos y mohosos en desorden por el suelo. Agarro una escoba para protegerme y me acerco para abrir la puerta, preparado para ser desbaratado por un monstruo invisible. Me tomo mi tiempo. Respiro hondo. Abro la puerta de un golpe seco. Es la casera pidiendo el arriendo de nuevo. El Apocalipsis no llegó. 

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Han pasado ya varios días desde el evento. Ando desubicado. Hace mucho tiempo esperaba esto. Renuncié al trabajo de archivador y desde la última semana sólo he comido arroz con huevo para ahorrar los pocos centavos que me quedan. Paso los días caminando desolado por las calles hirvientes de la ciudad. Camino cerca de una familia indígena que consta de una madre y cuatro criaturas pidiendo monedas. No les podría dar nada así quisiera. Giro la esquina y dos policías agarran a patadas a un indigente. Me asomo a la panadería y veo que en nuestro país los acuerdos de paz se firman por televisión, pero nada cambia realmente. Al otro lado del mundo las bombas nucleares se mantienen activas, perpetuando una Guerra Fría que nunca acabó. 

Y ahora caigo en cuenta de todo. Alguien ya se me había adelantado. Ese alguien triunfó en el intento. El mundo se viene acabando desde hace rato. Poco a poco. El Apocalipsis es lento como la melaza.

jueves, 28 de febrero de 2013

La Esclavitud Moderna del Capital ::: Parte I :::


Quiero, NECESITO mantener actualizado el blog con una entrada al mes como mínimo. 

Pero no puedo. 

El Capital desgraciado no me lo permite. 

Algún día sueño con poder escribir una experta disertación sobre el horrible Capital y las cadenas que ha lanzado sobre nosotros. 

Pero no será hoy el día. 

No pude escribir nada porque El Capital desgraciado no me lo permite.

lunes, 28 de enero de 2013

Pasaje Salteño


Hace varios años ya, cuando aún vivía en la fría Buenos Aires, me veía obligado a cruzar por un sector muy particular para llegar a mi lugar de estudios. La academia quedaba en un barrio deprimido de la ciudad llamado Constitución, sector de inmigrantes y prostitutas que en la calle hacían gala de su mercadería ecléctica y salvaje.

Todos los días el colectivo me dejaba a varias cuadras de mi destino. De allí tenía que caminar por una calle oscura y angosta, precisamente el mismo territorio donde las prostitutas y los trans-vestidos ejercían su derecho al trabajo. Transitaba durante varios minutos por entre casuchas desmoronadas, misceláneas de contrabando y mujercitas tristes de faldas
cortas que mostraban sus atributos sin pudor. En el trayecto era abaleado por pícaras sugerencias y sutiles galanterías por las damas de la calle, algo que siempre me pareció curioso y divertido. Después de recorrer un rato por semejantes vistas, la ciudad regresaba a su estado normal; al frío asfalto y a la arquitectura opresiva que me forzaban a volver a la realidad, a hundirme de nuevo en la ruina de la soledad.

Fue hasta unas semanas de iniciada mi estadía que apareció una nueva chica en el harén: una mujer morena, robusta, con senos gigantescos y camisillas tan cortas que la hacían parecer un embutido mal hecho. Su porte y la anchura de su espalda daban la impresión de que fácilmente podía ser un hombre con sexo invertido. Si ese era el caso, ella era tan capaz de la venta como sus otras compañeras de oficio. La primera vez que pasé frente a ella, se regó más que ninguna en adulaciones y besos lanzados, lo cual me hizo sonrojar un poco. De todas maneras le miré a los ojos y nos reímos brevemente. Me dejó con una sonrisa en la boca el resto de la tarde.

Pasaron más semanas aun, y me di cuenta que los coqueteos de esta curiosa mujer sólo se centraban en mí. Ni con los hombres que venían delante, ni con los que me seguían los pasos, era ella tan efusiva ni amable. Enseguida me miraba y se derretía en seducciones para conmigo. La cosa se volvió costumbre, y aunque yo nunca fui capaz de hacer uso de sus favores, siempre veía con buenos ojos los piropos lanzados por ella. Incluso a veces le correspondía con un guiño o un beso al viento. ¿En dónde puede conseguir uno tamaña muestra de afecto sin ningún esfuerzo a cambio?

Sin embargo, un día sin previo aviso, el colectivo en el que me transportaba cambió de ruta por un par de manzanas (de esas decisiones irracionales que suele tomar la municipalidad en una fecha cualquiera). Ahora me dejaba mucho más cerca a mi destino, pero ya no tenía que pasar por aquel camino amoroso. De ello no pensé nada hasta que pasaron unos días, y empecé a olfatear que faltaba algo en mi vida. Los árboles se veían más grises que de costumbre, y los kiosqueros dejaron su amabilidad para otras ocasiones. Dormía mal y comía peor. Me senté a repasar mis acciones habituales, y no me tomó mucho tiempo encontrar la falla. De esos detalles cotidianos, bien dicen, uno no se da cuenta hasta que los pierde. Entendí que la ausencia de esa dosis diaria de cariño me empezaba a carcomer el alma.

Un día taciturno, decidí regresar a la calle del distrito rojo para probar mi teoría. Caminé circunspecto por entre los vendedores, pasando mujeres marchitas en busca de la prostituta voluptuosa. Nos encontramos mientras ella salía de un kiosco, con un perro caliente en su mano derecha. Su rostro estaba marcado por el rímel aguado que había fluido por sus mejillas. Una mujer baja y rellena la acompañaba, pero al verme decidió dejarnos solos. Yo la saludé, y ella hizo lo mismo. Tenía tufo a Fernet y maní. Le conté que ya el colectivo no pasaba por ahí, y que por eso no había vuelto. Ella sonrió y mostró unos dientes chuecos y renegridos. Me dijo que extrañaba verme pasar. Yo también, le respondí. La tomé de las manos, cuidando que el perro caliente no cayera al piso. Le prometí que aunque no tuviera que pasar por allí de nuevo, lo haría diariamente, así fuera después de clases. Incluso vendría los domingos después del partido. Ella asintió con la cabeza y dejó escurrir una última lágrima negra. Nos abrazamos, y aún creí posible que antes ella hubiera sido un hombre. Nos despedimos y cada uno siguió su camino. Noté que se quedó observándome durante largo tiempo mientras me iba. ¿Acaso esperaba algo más de mí?

Al día siguiente no pude volver por diversos compromisos, ni al día posterior a ese. Fue después de tres días que pude cumplir mi promesa y pasé de nuevo por allí. Regresé al punto en donde ella usualmente trabajaba, pero solo hallé a una flaca trigueña con varios piercings encima del labio, vendiendo la idea de amor a otros hombres. Seguí caminando y tomé de nuevo el bus a casa. Seguramente era tarde y ya no trabajaba en esos horarios. A la mañana siguiente, llegué más temprano para topármela a la hora en la que yo antes frecuentaba pasar por ahí. Tampoco la encontré. Me empecé a preocupar, y acto seguido me puse a averiguar entre sus compañeras. Después de un rato, logré reconocer a su colega regordeta del día anterior y le pregunté por su paradero. Ella me respondió que había regresado a su pueblo. No sabía en dónde. Al norte, seguramente. Cabizbajo, me retiré a paso veloz de allí. Decidí no entrar a clase, y compré un sánduche de chunchullo en la fiambrería de la esquina. Me senté en una banca de la plaza Constitución, al lado de un hombre que dormía envuelto en periódicos de hace un mes. Me quedé observando la parada de buses con la leve esperanza de que la puta robusta apareciera y me diera una pequeña muestra de cariño, porque esa desazón horrible, ese apesadumbrado destino de los solitarios, no se quitaba ni con chunchullo, ni con cerveza, ni con el amor de madre ni con nada conocido por el hombre.



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Publicado originalmente en "Burbuja de Almohadones Blancos", Ediciones Chiquitico - 2013.

lunes, 31 de diciembre de 2012

Árbol En La Ventana


El árbol que da a mi ventana me odia. Esta es mi sospecha. Es un peral de algunos tres años de edad. Cuando me mudé al tercer piso en donde ahora vivo, recién había sido sembrado. En las últimas tres semanas ha crecido exponencialmente. No solo eso, sino que su corteza se ha transformado en una fuerte costra herrumbrosa, casi diabólica en su presencia. Durante los primeros días deduje que estaba simplemente enfermo, y que pronto la Alcaldía mandaría a cortarlo, borrando otro intento fallido de tinturar el inmenso monstruo de asfalto con algo de verde natural. Luego percibí que su podredumbre no se detenía, y muy al contrario, alimentaba al árbol con furiosa dedicación. Una noche de desenfreno, observé que alguien había dejado una bolsa de basura purulenta y aguada en sus raíces, y aunque mi borrachera no lo permitió en ese momento, pensé en recogerle al día siguiente. Al despertar, estaba limpio como una baldosa.

Después de una semana, un trozo del árbol se había configurado de nuevo. Ahora parecía un rostro humano.

Tiene una expresión indescriptible, como solo los objetos naturales pueden proveer. Su mueca manifiesta dolor, y a la vez odio irrefrenable. ¿Qué le he hecho yo para que me mire así? Ayer pasando por la biblioteca, vi un sietecueros con una cara retorcida en su base; sus ramas más altas estaban peladas y asemejaban unas garras expectantes. En la entrada de mi edificio el peral todavía espera; ha crecido un metro sobrenatural durante la noche. No sé qué es, pero algo ha comenzado. Esta mañana observé por mi ventana y unas pequeñas hojas entraban por el resquebrajo de ella. Sus brazos y su máscara están frente a mí. Meros centímetros lo separan del vidrio. Lo estudio detenidamente pero no se mueve. Nunca se mueve. No quiere darme el placer de verlo matarme. Pronto subirá hasta mí y me ahorcará con sus vengativas ramas. Pero esto es solo el principio de una fuerza que ha demorado en sacar las garras y afilar los dientes; un poder que los seres humanos aún no hemos reconocido y del que solo hemos abusado. El fin llega con un susurro.


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Publicado originalmente en "Etcétera" #2, Sueños Bizarres, Ambidiestro Taller Editorial - 2012

domingo, 11 de noviembre de 2012

Polvo Somos


Marco mira las estelas de luz en su cuarto, se asoma por la ventana y el viento polvoriento crepita al chocar contra el vidrio tiznado por el paso del tiempo. La porquería se siente en el aire. Observa a su hermano Clau aproximándose aparatosamente por la calle roída. Marco procura agacharse detrás de la precaria cama azul que comparten. Clau entra con la bolsa de víveres y los deposita en una mesa. Con esfuerzo se arrebata la máscara de aire de su rostro y la apoya junto a la comida. Las patas de la mesa se rompen y la leche se riega junto al jugo de tomate en una ola de colores muertos que manchan las pequeñas zapatillas de mimbre de Marco. El mongoloide se retrae y se retuerce; tumbado en el suelo se abraza a sus piernas y se mece para buscar paz en aquella estancia. La herrumbre ha sepultado la ciudad y la esperanza. Su hermano se acerca a él lentamente tratando de reconfortarlo, pero Marco se levanta sollozando y se lanza contra la pared. Gateando pesadamente (los cuarenta años no pasan solos), se acerca a la grieta oscura en una de las descoloridas paredes. La mira fijamente, calculando los universos infinitos que en ella habitan. La señala y lentamente la acaricia con su dedo índice. Su hermano Clau, preocupado como siempre. Con una expresión facial entre enternecida y fastidiada; la carga inmensa y viciada que representa su hermano mayor enfermo. Escurre una lágrima por ambos. Marco tenía razón. Esa grieta representa el Fin del Mundo: la primera señal del declive natural y de la gangrena social que han ocurrido. La luz amarilla por la podrida contaminación retumba en el cuarto y en sus cabezas. Allí en esa grieta fue donde todo comenzó; donde Marco primero notó cómo la estructura del edificio se venía a pedazos. Pero nadie le prestó atención a lo que sucedía hasta que fue demasiado tarde. Todos lo llamaban loco mientras la humanidad se acababa alrededor de ellos. El Fin del Mundo comienza con muy poco.


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Publicado originalmente en "Etcétera" #3, Filias y Fobias, Ambidiestro Taller Editorial - 2013