miércoles, 29 de mayo de 2013

Tributo al Apocalipsis


Las sombras que se producen por la vela bailan al agridulce ritmo vallenatero del vecino corroncho. Las paredes delgadas siempre han sido un problema. Maldito edificio de quinta. Nunca debí mudarme aquí. 

Ya todo está listo. El símbolo, aunque tomó tiempo, está firmemente dibujado. Las ventanas sólidamente tapadas con tablones que he encontrado por la calles. Lo único que ilumina mi insignificante sala es aquella tenue luz de vela rebelde, que decide irse por el camino fácil de aquella música espantosa. Todo está listo. Esto se acaba ahora. 

Tantos siglos de penuria, tanto abuso, odio, terror. Todo se acaba ahora. No más vallenato ni reggaeton, no más jefes injustos. No más insultos en la calle. No más casera azarando por las cuotas en mora. Basta de ser el último en la fila. No más abusos y no más dolor para nadie. Nunca más. 

El libro está demasiado viejo ya. Debo tratarlo con delicadeza, advirtieron los del anticuario. Mucho lo había buscado. Incontables horas perdido en los mares de la virtualidad. Paseando por las bibliotecas en busca de crípticas pistas y oscuras referencias. Siempre con la sensación de que alguien me seguía. Sé ahora que alguna fuerza sobrehumana humana vigila la búsqueda de este libro. O tal vez me empuja hacia él. Finalmente lo encontré. Hace un par de semanas que lo ordené como carga frágil de un coleccionista privado en Ankara. Afortunadamente no he sido muy dado a gastos y lujos extravagantes, a excepción de éste. La búsqueda dio frutos y mandé a traer otras páginas e instrucciones que andaban repartidas por todo el mundo. Al fin y al cabo ¿Cómo podría ser fácil invocar al Apocalipsis? 

Ayer llegó la última parte del manuscrito innombrable desde una recóndita guarida de Buenos Aires. Todo está dado ya. No hay marcha atrás. Se acaban las guerras, las injusticias. Estoy dispuesto a acabar como un héroe anónimo de esta sangrienta y odiosa cruzada. Ayer un niño pequeño, mientras era regañado por su madre (y a causa de este mismo regaño), vomitaba sobre de todos los pasajeros de un bus de transporte público. Yo estaba en primera fila. No más humillación. Para nadie. Nunca más. 

He ordenado todos los papeles según está escrito. Su posicionamiento es una espiral. Empiezo entonces con la aguda faena de leer los encantamientos sacrílegos en el orden respectivo. Mis manos tiemblan y sudan precipitadamente. Procuro que mi sudor no caiga en los antañosos papeles marrones. Siento que algo respira bajo la puerta de entrada a mi apartamento. Me está acosando. Me previene. O tal vez trata de detenerme. Me apresuro para salvar al mundo destruyéndolo. Asegurar el fin de esta cáustica humanidad. El acordeón retumba disonante por el edificio. 

Hablo en lenguas incoherentes y antiguas a una velocidad inusitada. Algo intenta abrir la puerta. Avanzo frenéticamente en mi tarea. La luz de las velas empieza a bailar una danza macabra y tremenda. Las letras antiguas se borran frente a mí, y otras tantas empiezan a aparecer en un lenguaje desconocido, pintándose en una brillante tinta roja. Percibo cómo las paredes crujen a mí alrededor. Faltan apenas párrafos para que todo acabe. La estridencia del vallenato no se detiene, y al parecer, colabora con la cacofonía ya presente. El edificio se mueve de forma bestial. La fuerza oscura que espera en el pasillo araña con ímpetu la madera de la entrada. 

Acabo el encantamiento. La luz se apaga para siempre en un infinito silencioso. 

Me despierto de nuevo con el golpeteo en la puerta. Me sobresalto. Todo está igual que antes. Lo único que ha cambiado son los papeles viejos y mohosos en desorden por el suelo. Agarro una escoba para protegerme y me acerco para abrir la puerta, preparado para ser desbaratado por un monstruo invisible. Me tomo mi tiempo. Respiro hondo. Abro la puerta de un golpe seco. Es la casera pidiendo el arriendo de nuevo. El Apocalipsis no llegó. 

****** 

Han pasado ya varios días desde el evento. Ando desubicado. Hace mucho tiempo esperaba esto. Renuncié al trabajo de archivador y desde la última semana sólo he comido arroz con huevo para ahorrar los pocos centavos que me quedan. Paso los días caminando desolado por las calles hirvientes de la ciudad. Camino cerca de una familia indígena que consta de una madre y cuatro criaturas pidiendo monedas. No les podría dar nada así quisiera. Giro la esquina y dos policías agarran a patadas a un indigente. Me asomo a la panadería y veo que en nuestro país los acuerdos de paz se firman por televisión, pero nada cambia realmente. Al otro lado del mundo las bombas nucleares se mantienen activas, perpetuando una Guerra Fría que nunca acabó. 

Y ahora caigo en cuenta de todo. Alguien ya se me había adelantado. Ese alguien triunfó en el intento. El mundo se viene acabando desde hace rato. Poco a poco. El Apocalipsis es lento como la melaza.

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