lunes, 28 de enero de 2013

Pasaje Salteño


Hace varios años ya, cuando aún vivía en la fría Buenos Aires, me veía obligado a cruzar por un sector muy particular para llegar a mi lugar de estudios. La academia quedaba en un barrio deprimido de la ciudad llamado Constitución, sector de inmigrantes y prostitutas que en la calle hacían gala de su mercadería ecléctica y salvaje.

Todos los días el colectivo me dejaba a varias cuadras de mi destino. De allí tenía que caminar por una calle oscura y angosta, precisamente el mismo territorio donde las prostitutas y los trans-vestidos ejercían su derecho al trabajo. Transitaba durante varios minutos por entre casuchas desmoronadas, misceláneas de contrabando y mujercitas tristes de faldas
cortas que mostraban sus atributos sin pudor. En el trayecto era abaleado por pícaras sugerencias y sutiles galanterías por las damas de la calle, algo que siempre me pareció curioso y divertido. Después de recorrer un rato por semejantes vistas, la ciudad regresaba a su estado normal; al frío asfalto y a la arquitectura opresiva que me forzaban a volver a la realidad, a hundirme de nuevo en la ruina de la soledad.

Fue hasta unas semanas de iniciada mi estadía que apareció una nueva chica en el harén: una mujer morena, robusta, con senos gigantescos y camisillas tan cortas que la hacían parecer un embutido mal hecho. Su porte y la anchura de su espalda daban la impresión de que fácilmente podía ser un hombre con sexo invertido. Si ese era el caso, ella era tan capaz de la venta como sus otras compañeras de oficio. La primera vez que pasé frente a ella, se regó más que ninguna en adulaciones y besos lanzados, lo cual me hizo sonrojar un poco. De todas maneras le miré a los ojos y nos reímos brevemente. Me dejó con una sonrisa en la boca el resto de la tarde.

Pasaron más semanas aun, y me di cuenta que los coqueteos de esta curiosa mujer sólo se centraban en mí. Ni con los hombres que venían delante, ni con los que me seguían los pasos, era ella tan efusiva ni amable. Enseguida me miraba y se derretía en seducciones para conmigo. La cosa se volvió costumbre, y aunque yo nunca fui capaz de hacer uso de sus favores, siempre veía con buenos ojos los piropos lanzados por ella. Incluso a veces le correspondía con un guiño o un beso al viento. ¿En dónde puede conseguir uno tamaña muestra de afecto sin ningún esfuerzo a cambio?

Sin embargo, un día sin previo aviso, el colectivo en el que me transportaba cambió de ruta por un par de manzanas (de esas decisiones irracionales que suele tomar la municipalidad en una fecha cualquiera). Ahora me dejaba mucho más cerca a mi destino, pero ya no tenía que pasar por aquel camino amoroso. De ello no pensé nada hasta que pasaron unos días, y empecé a olfatear que faltaba algo en mi vida. Los árboles se veían más grises que de costumbre, y los kiosqueros dejaron su amabilidad para otras ocasiones. Dormía mal y comía peor. Me senté a repasar mis acciones habituales, y no me tomó mucho tiempo encontrar la falla. De esos detalles cotidianos, bien dicen, uno no se da cuenta hasta que los pierde. Entendí que la ausencia de esa dosis diaria de cariño me empezaba a carcomer el alma.

Un día taciturno, decidí regresar a la calle del distrito rojo para probar mi teoría. Caminé circunspecto por entre los vendedores, pasando mujeres marchitas en busca de la prostituta voluptuosa. Nos encontramos mientras ella salía de un kiosco, con un perro caliente en su mano derecha. Su rostro estaba marcado por el rímel aguado que había fluido por sus mejillas. Una mujer baja y rellena la acompañaba, pero al verme decidió dejarnos solos. Yo la saludé, y ella hizo lo mismo. Tenía tufo a Fernet y maní. Le conté que ya el colectivo no pasaba por ahí, y que por eso no había vuelto. Ella sonrió y mostró unos dientes chuecos y renegridos. Me dijo que extrañaba verme pasar. Yo también, le respondí. La tomé de las manos, cuidando que el perro caliente no cayera al piso. Le prometí que aunque no tuviera que pasar por allí de nuevo, lo haría diariamente, así fuera después de clases. Incluso vendría los domingos después del partido. Ella asintió con la cabeza y dejó escurrir una última lágrima negra. Nos abrazamos, y aún creí posible que antes ella hubiera sido un hombre. Nos despedimos y cada uno siguió su camino. Noté que se quedó observándome durante largo tiempo mientras me iba. ¿Acaso esperaba algo más de mí?

Al día siguiente no pude volver por diversos compromisos, ni al día posterior a ese. Fue después de tres días que pude cumplir mi promesa y pasé de nuevo por allí. Regresé al punto en donde ella usualmente trabajaba, pero solo hallé a una flaca trigueña con varios piercings encima del labio, vendiendo la idea de amor a otros hombres. Seguí caminando y tomé de nuevo el bus a casa. Seguramente era tarde y ya no trabajaba en esos horarios. A la mañana siguiente, llegué más temprano para topármela a la hora en la que yo antes frecuentaba pasar por ahí. Tampoco la encontré. Me empecé a preocupar, y acto seguido me puse a averiguar entre sus compañeras. Después de un rato, logré reconocer a su colega regordeta del día anterior y le pregunté por su paradero. Ella me respondió que había regresado a su pueblo. No sabía en dónde. Al norte, seguramente. Cabizbajo, me retiré a paso veloz de allí. Decidí no entrar a clase, y compré un sánduche de chunchullo en la fiambrería de la esquina. Me senté en una banca de la plaza Constitución, al lado de un hombre que dormía envuelto en periódicos de hace un mes. Me quedé observando la parada de buses con la leve esperanza de que la puta robusta apareciera y me diera una pequeña muestra de cariño, porque esa desazón horrible, ese apesadumbrado destino de los solitarios, no se quitaba ni con chunchullo, ni con cerveza, ni con el amor de madre ni con nada conocido por el hombre.



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Publicado originalmente en "Burbuja de Almohadones Blancos", Ediciones Chiquitico - 2013.

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